12 de agosto de 2013

Pliego nº 55


Amar más que a la propia vida

Pensar y reflexionar alrededor del significado del cuarto mandamiento, pasa por rememorar, por vivenciar y ser consciente de lo vivido por uno mismo, por escuchar el resonar de un 'Honrarás al padre y a la madre', tantas veces recitado en la catequesis y no siempre asumido. Honrar padre y madre, o mejor dicho, amarlos porque somos fruto de su amor.

Más allá de la relación que, con el tiempo, nuestros progenitores mantengan entre ellos o con nosotros, todos somos hijos del encuentro entre nuestros padres. Una paternidad o maternidad que se traduce en un amor materno-filial o paterno-filial y que nos enraizará y forjará interiormente; nos hará crecer ofreciéndonos a la vida y  haciéndonos poseedores del amor más grande, del Amor con mayúsculas, el de aquellos que aman a los demás –a sus hijos- más que a su propia vida.

Honrar a aquellos que ejercen de progenitores significa, en un principio, tenerlos en consideración, admirarse de lo que han luchado en la vida y agradecer todo lo bueno que han hecho o pensaban que hacían por nosotros. Mientras crecemos, este honrar padre y madre se concreta en apreciar sus gestos, valorar su entrega y donación; obedecerlos en sus peticiones y respetarlas; escuchar sus palabras; prestar atención a su experiencia, a sus consejos y... ya en nuestra edad adulta, venerarlos y cuidarlos para que puedan seguir viviendo de forma humanamente digna y libre.

Si los hijos no honramos a nuestros padres, ni los cuidamos, nos separamos de la raíz que nos sostiene; y sin raíces no podremos crecer ni florecer. Es necesario poner atención a las experiencias y a la sabiduría de nuestros padres. Honrarlos equivale a participar de su sabiduría, ponerla en valor, alimentarnos de su experiencia. Todo esto tiene una estrecha conexión  con respetarse uno mismo. Así pues en Proverbios 13:1 se nos recuerda “El hijo sabio recibe el consejo del padre” . Es una bendición sentirnos colmados del amor de unos padres, pero ello no quiere decir creer  que todo lo hacen bien y justificar todos sus actos. Más bien, significa respetarlos y saber que al hacerlo nos respetamos a nosotros mismos  “Aquel que ni honra ni puede honrar a sus padres debe preguntarse: ¿te respetas y  te honras realmente a ti mismo y a tu vida?” (Radl, en Keller)

Como dice el Vaticano II, los hijos colaboran en el bien de los padres. Pio XII decía que los dolores de parto de una madre y de un padre duran toda la vida, porque una madre y un padre siempre sufren por sus hijos. De la misma forma, por el don recibido de la vida, en agradecimiento, los hijos debemos amar siempre a nuestros padres, como ellos hacen con nosotros en toda ocasión. Los padres saben que dan los hijos a la vida, y este desprendimiento no siempre es fácil, más bien crea incertidumbre y dudas, por este mismo motivo, los hijos debemos ser responsables de nuestros padres que nos aman tanto, que incluso nos dan la libertad para que podamos seguir nuestro propio camino, a sabiendas que a cada dificultad nos espera nuestro hogar familiar.

Debemos ser agradecidos con aquellos que nos han engendrado y educado. Como decíamos, quien no respeta  a sus ascendientes queda desarraigado y entonces difícilmente sabe de dónde viene y sabrá a dónde va. Porque solo se puede avanzar cuando se considera y se tiene presente el camino hecho y recorrido hasta el momento. En ellos descubrimos nuestra propia historia. Sin respeto a los padres no puede haber autoestima.

Y cuando nosotros mismos, en nuestra adultez nos convertimos en padres, en dadores de vida, en amor hecho carne hacia nuestros propios hijos, es cuando realmente comprendemos este mandamiento, esta encomienda… honrar, amar, respetar a los que nos han cuidado, educado, acompañado… a los que han jugado con nosotros, a los que nos contaron nuestro primer cuento y nos consolaron en nuestro dolor, a los que rieron a carcajadas con nosotros, a los que nos han mostrado el camino de la fe y la felicidad.

Anna-Bel Carbonell   
Barcelona (España)


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