12 de noviembre de 2014

Pliego nº 70


Misioneros del sosiego

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Vivimos inmersos en la inmediatez. El siglo XXI ha entrado con una mejora exponencial en las comunicaciones sociales. Es la era de las redes y la comunicación al instante. Sin negar todos los beneficios que supone en nuestro día a día, hemos de prevenirnos de los abusos, pues corremos el riesgo de quedar ahogados en la riada de whatsapp, mails, twitts... Esta inmediatez de las comunicaciones, nos va calando, y sin darnos cuenta nos vamos autoimponiendo la misma inmediatez en responder al alud de mensajes que nos llegan a diario. Lo instantáneo pide respuesta inmediata y corremos dos peligros: la prisa y la dispersión.

Hay tantas cosas a hacer, cuestiones a resolver, asuntos por abordar, personas con las que hablar o visitar, que una acaba el día pensando que con las 24 horas no es suficiente. El tiempo se escapa de las manos, y a medida que van pasando los días, es necesario apretar a fondo el acelerador para llegar a hacer todo lo que hay que hacer.

La prisa y la dispersión son malas compañeras para la relación con Dios. En los Evangelios vemos que Jesús era un hombre de mucha actividad, que se movía mucho y que continuamente hacía cosas. Pero siendo un hombre muy activo, a mi, nunca me ha dado la sensación de impaciencia o atolondramiento. La precipitación, la prisa, el desasosiego no son valores que descubramos en su persona. Jesús, siendo un hombre de actividad trepidante, era capaz de retirarse al monte, y estar a solas con su Padre. Buscaba espacios y tiempos para retirarse y hablar con Aquel que era la fuente del amor.

La vida sosegada, sin prisas, tiene como una fuerza centrípeta que convoca a otros, congrega, aglutina; en cambio, la prisa desprende una fuerza contraria -centrífuga- que desprende a la gente, la aleja, y van quedando como rebotada, tirada al margen del camino. La prisa es una de las grandes tentaciones de nuestro tiempo para ir dejando al margen a aquellos que la sociedad considera una rémora, un obstáculo para seguir avanzando. Pero esta prisa enloquecida que vivimos es un engaño, pues no nos ayuda en ninguna medida a encontrar el camino, ni a vivir ni gozar del camino de la felicidad.

El que va con prisas, acaba yendo solo. Termina por ser un corredor solitario preocupado sólo en llegar a la meta, y tan centrado está en su objetivo -pues la prisa no le deja ni espacio ni tiempo para pensar en nada más-, que cada vez abarca menos, pues de tan solo que se queda, va disminuyendo la capacidad de abarcar tantos asuntos como querría resolver. Y la gente termina por apartarse, pues va dando codazos y empujones a los que encuentra en el camino.

El Reino de Dios avanza al ritmo de las personas, sin prisas, al ritmo de cada uno. Dios respeta nuestros ritmos, y la acción de su Espíritu en nosotros, es enérgica -sí-, pero siempre respetando nuestra libertad y al ritmo de cada uno. La oración, que es ese "dejarse hacer", pide sosiego; pide tiempo para "estar" y dejar que la acción del Espíritu fructifique en nuestro interior.

Para entrar en oración, es necesario pues, apearnos del tren de la prisa y subirnos al tren del sosiego. Esto no quiere decir que dejemos de hacer todo aquello que tenemos de hacer, pero desde la paz interior y la serenidad. Hemos de pedir al Espíritu Santo que nos envíe más misioneros del sosiego, hombres y mujeres que den testimonio de una vida sosegada y en paz. Porque la paz y la serenidad no son sólo fruto de nuestro esfuerzo, de nuestra voluntad, necesitamos también de la gracia de Dios, de los dones del Espíritu Santo.

Maria Viñas 
Barcelona (España)


Atisbos



Imagen acompañada de un escrito o pensamiento de Dolores Bigourdan(Canarias 1903 - Barcelona 1989) con el fin de ofrecer un espacio de reflexión.